CRITÓBAL RAMÍREZ
A Cristina se le petrificaba el almuerzo cada día. Una mano en la cuchara y la otra en el móvil, con el pulgar en contracción. “Vamos, hija, come”, le repetía su madre. Ella estaba más atenta a los toques y los mensajes que a las lentejas. Terminada la comida a trompicones, Cristina se encerraba en su cuarto. Su escondite para más toques, descarga de música y charlas sobre ligues de clase. Cristina tiene 12 años, aparenta más y es popular en su instituto. Muy popular. Lleva tacones y acentúa una personalidad que aún no tiene. Hace unos meses, podía pasarse toda la tarde marcando números de teléfono y contestando llamadas. Salía de la habitación y sólo tenía reproches. Gritos. Hasta que la madre, desbordada, pidió ayuda a una psicóloga. Carmen García, profesional del gabinete Doble C, situado en un barrio al sur de Madrid, recibió a la niña.
–¿Cuánto dinero te gastas con el móvil? –Unos 80 euros al mes. –¿Eres consciente? Es mucho, ¿no? –Tampoco es tanto. El dinero sale de mis padres, pero yo hago cosas a cambio. –¿Crees que estás enganchada? –Yo hablo. Lo que hace todo el mundo. Sí, pero además dormía todas las noches con el móvil encendido bajo la almohada. Para enviar mensajes. No descansaba bien. Entre Carmen y sus padres le retiraron el aparato un tiempo. “Malvados. ¿Cómo me voy a comunicar?”, fue lo primero que le salió por la boca. Se acostumbró. Luego se lo devolvieron, pero hablaron con la compañía telefónica para que sólo pudiera recibir llamadas. Después se limitó el gasto a un euro mensual. Ahora puede consumir hasta 10 euros. Es lo que hay. Cada vez existen más Cristinas en el mundo. Los padres, en su vorágine laboral, intentan que a sus hijos no les falte nada y miran a otro lado, pero el problema da la cara. Al menos uno de cada tres jóvenes con celular confiesa sentirse intranquilo o ansioso cuando se ve sin él, según el estudio Global mobile forecasts to 2010, de Informa Telecoms & Media, empresa británica especializada en comunicación sobre tecnologías digitales. Con 4.000 millones de aparatos que harán girar el planeta a finales de 2009 (cifra manejada por la ONU), la sociedad del consumo avanza. Dos tercios de las suscripciones a líneas móviles se dan en los países en desarrollo. La tasa de crecimiento más alta está en África, donde una cuarta parte de la población tiene un terminal. Le sigue Asia, con China e India adquiriendo tarjetas como en un maratón global. Las nuevas tecnologías pueden devorar a sus hijos. Mercedes Sánchez-Martínez, del departamento de medicina preventiva y salud pública de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), tuvo esa revelación. Bajó un día del metro, de camino a casa, y sólo vio chicos con el aparato en la oreja. Y se le ocurrió tema para un estudio, que se acaba de publicar. Con Ángel Otero, supervisor de su tesis, trabajó con 1.328 adolescentes, y edades comprendidas entre los 13 y 20 años, de nueve centros educativos de la Comunidad de Madrid. Un dato habla por los demás: un 41,7% de los encuestados usaba el móvil de forma intensiva; es decir, más de cuatro veces al día y con un gasto de 30 euros mensuales. Pero el piloto rojo ya lleva tiempo encendido. En junio de 2008, los medios de comunicación extranjeros miraron a España. Dos niños de 12 y 13 años se estaban tratando por una adicción al móvil en el Centro de Salud Mental Infantil y Juvenil de Lleida. Parecía el primer caso global. “Llegué a la conclusión de que es algo que está ocurriendo, pero no trasciende”, apunta Carmen Tello, psicóloga de la institución. Los padres se alertaron por el fracaso escolar de sus vástagos. Nunca pensaron que estuvieran enganchados a un cacharro de cuatro centímetros. “Pues era mañana, tarde y noche. Una prolongación de sí mismos. El móvil destapa sus carencias sociales y de confianza. Nosotros no teníamos un programa específico de actuación, como sí existe en la adicción al cannabis, así que confeccionamos trajes a medida”. Esto da idea de lo nuevo que es el fenómeno. Un trastorno silencioso. Durmiente. Chicos que no van a las urgencias de los hospitales, pero pierden un año de clase. Porque no duermen. Porque se sienten con ansiedad. Porque quieren formar parte de un círculo social. Los profesionales de la psicología ya están acostumbrados a tratar dependencias a las nuevas tecnologías como Internet, pero todos coinciden en que el móvil tiene una dualidad. Fomenta la comunicación. “¿Por qué podemos estar hablando cinco horas en un parque y no pasa nada?”, se pregunta Fernando Pérez del Río, psicólogo de Proyecto Hombre, la clásica fundación para drogodependientes que ha incluido el abuso compulsivo del móvil entre su catálogo de adicciones. “Lo malo es la pérdida de control. Que no se quiera y se haga”, se responde él mismo. A Lara, de 17 años, le cuesta trabajo parar. “Es demasiado sociable”, cuenta su madre, Rosa Quejada. Tiene ese vicio. Habla y no se da cuenta. Lara tuvo su primer móvil a los 13 años. Ahora ya va por el cuarto. Casi uno por año. Rosa no veía bien que una niña de esa edad andara por ahí con un aparato así. Pero Lara se salió con la suya y su madre cedió. “Así le voy a tener controlada, pensé. Ella y sus hermanos venían solos del comedor del colegio y luego salían. Te quedas tranquila escuchando su voz”. Lara envía mensajes, como el 55% de los jóvenes, según el estudio La telefonía móvil en la infancia y la adolescencia, financiado por el Defensor del Menor en la Comunidad de Madrid y elaborado por la Universidad Rey Juan Carlos bajo la dirección de Carmen García Galera. Y, por supuesto, realiza llamadas perdidas, como el 70% de los encuestados. Y sigue hablando. “Un mes se gastó 100 euros porque contrató no sé qué historia de promoción y no se leyó la letra pequeña”, recuerda Rosa. La castigó rescindiendo el contrato y dándole una tarjeta prepago. Ahora tiene 15 euros al mes y ella se administra. “Si se lo gasta el primer día, es su problema”. Perfecto para el negocio. El despilfarro de los usuarios fomenta el impulso. Y esto, los beneficios. Encienda el televisor cualquier día por la tarde: “Envía SONITONO COLGANDO de Carlos Baute al 7777”. Cada semana surge una nueva melodía que desbanca a la anterior. Los niños son la diana. En Reino Unido han dado un paso más. Blyk es una operadora móvil virtual. Su trato es un bombón para su público, chicos entre 16 y 24 años: 15 libras gratis al mes a cambio de aceptar MMS (mensajes con imágenes) sobre música, deportes y moda. Actualmente, Blyk retiene a más de 200.000 miembros en Reino Unido. Publicidad para la empresa. Minutos para los jóvenes. Trato. Todos quieren sacar tajada. Aun así, las compañías tienen una responsabilidad corporativa. Telefónica, Vodafone, Orange y Yoigo han implantado un código para fomentar el buen uso del móvil entre los menores. Para que no se enganchen. El caso es que luchan contra la ilegalidad en Internet, de tal forma que puedan bloquear el acceso a determinados contenidos. Los más graves, los relacionados con la pornografía infantil. Un 14% de los chicos del estudio de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid confiesa haber recibido mensajes pornográficos. La pedofilia tocó al móvil. El sexo, no obstante, puede volar de la manera más inocente. Una chica que se hace una foto desnuda y se la envía a su novio. Esta práctica, que se extiende sin cesar por Estados Unidos, se ha denominado sexting. Un neologismo fruto de la unión de las palabras sex (sexo) y text (mensaje), que no es otra cosa que la experimentación de nuevas sensaciones en la pubertad. Según una encuesta de diciembre de 2008 de National Campaign to Prevent Teen & Unplanned Pregnancy, un 20% de los jóvenes de 13 a 19 años admite haber enviado imágenes explícitas de sí mismos por móvil y correo electrónico. Los problemas vienen cuando la imagen toma caminos imprevistos. La historia de Jessica Logan. El año pasado, esta chica de 18 años de Ohio mandó a su ligue una foto sensual propia. Cuando cortaron, él se la reenvió a otras chicas del instituto. Estas compañeras empezaron a insultarla. Jessica lo pasó mal. Cada vez más gente se enteraba de la existencia del archivo secreto. Un día, se envalentonó y fue a un programa de televisión a contar su historia. Para prevenir a otras jóvenes. El acoso continuó. Le hacían la vida imposible. Dos meses después, Jessica se quitó la vida. Y el sexting estalló en los telediarios norteamericanos. La cuestión no ha saltado las fronteras españolas. Pero ante la subordinación de los chavales al móvil, las instituciones se han visto en la necesidad de protegerles. La Agencia Antidroga de la Comunidad de Madrid y la Fundación Gaudium dan conferencias en centros educativos. Otras autonomías, como Castilla-La Mancha, están elaborando guías para jóvenes. Juan Manuel Romero, presidente de la entidad Adicciones Digitales, acude a empresas para poner en guardia a los padres. Los adultos son los engañados. Javier Garcés, presidente de la Asociación Española de Estudios Psicológicos y Sociales, sostiene que es la primera vez en la historia que los niños adquieren un tipo de conocimiento que no les enseñan sus progenitores. “Las nuevas tecnologías tienen un componente adictivo para el que el ser humano no estaba predispuesto”, teoriza. “Igual que el chocolate o la droga, proporcionan un placer inmediato que llena nuestro vacío. La adicción se desencadena cuando se crean bucles entre los neurotransmisores”. La voz de Carmen Perona, abogada de Comisiones Obreras, suena grave pero cordial. Ella se ha topado con usos indiscretos. Uno de los casos que lleva es el de un profesor de instituto que ha visto cómo la doctrina del móvil en los chicos le ha hecho caer en una depresión. La jugarreta fue que un alumno le grabó en clase. A pesar de que el uso del celular está prohibido en todas las aulas del país. Lo peor vino después. A la cara del docente le pusieron el cuerpo del actor porno Rocco Sifredi y colgaron las imágenes en YouTube. Él no supo nada hasta que un alumno se lo contó. Llegó un momento en que era incapaz de aguantar tantas burlas. Ahora está de baja. Vídeos, móviles e Internet. Una tríada. Es el botellón electrónico, como lo llaman algunos expertos, porque se mezclan varios componentes en un mismo cóctel. Jon, Borja, Manu y Ernesto tienen 17 años y han elegido aparecer con seudónimos para que no les reconozcan sus padres. “Tengo un par de vídeos en el móvil”, tercia Jon, sentado en el suelo de una estación de tren. “Uno, por ejemplo, en el que sale gente peleándose”. Y se ríen al recordarlo. Los cuatro admiten que usan el móvil para llamar y mandar mensajes. No creen ser esclavos. Borja revela que le ha llegado a enviar 20 SMS en un día a su novia. “Bueno, 20 testamentos”, se ríe Ernesto, con el pavo encima. “Y nosotros nos hemos llevado tres horas hablando”, le corta Jon. “Es muy peligroso ahora que tenemos los exámenes”. A Borja le preocupa el control de su madre: “Tiene complejo de inquisidora. Mi filosofía es vive como quieras sin que salpique sangre”. El último tropiezo ocurrió hace un par de sábados. Borja se quedó sin cobertura. Luego le llegó una llamada perdida, pero no le hizo caso. Apagó el móvil. A las dos horas lo encendió y su madre le había llamado cinco veces. Le cayó un castigo sin salir, pero hoy se ha escapado. Se divierte al contar una anécdota de la que es protagonista: “El año pasado, en un campamento, unos amigos nos inventamos una canción y la grabé con el móvil”. Cada cual se fue a su ciudad. A los pocos meses, Borja conoció a una chica de Santiago de Compostela. “Te voy a pasar una cosa que es una pasada”. Cuando el móvil empezó a sonar, Borja se quedó sin palabras. Era su canción. La que él se inventó. Esta tarde sudorosa, los cuatro colegas la cantan sentados en la estación. Termina así: “Habíamos venido a follar y no nos han dejao”. La cantinela no para de circular de móvil en móvil como tono-protesta. Las hormonas también enganchan.http://www.elpais.com/solotexto/articulo.html?xref=20090517elpepspor_11&type=Tes&anchor=elpepusoceps
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